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Para empezar, el remate al chiste que es nuestra presunta separación existencial.
Después de 50.000 años de presunto desarrollo y a pesar de los progresos evidentes, aunque irregulares, en algunas áreas de la vida, la humanidad sigue sin estar dispuesta a siquiera mirar la irracionalidad que despliega en otras áreas a pesar de que gran parte de nuestro sufrimiento y crónica incapacidad de cambio significativo se debe, en gran parte, a esta especie de locura crónica y compartida. Esta irracionalidad sistémica emerge de la persistente separación mental entre los organismos individuales y sus respectivos grupos culturales de referencia y de la alienación general de la especie del insondable flujo cuántico e intergaláctico de la existencia. Hace mucho que los seres humanos optamos por vivir y morir sumidos en fantasías provinciales a nivel cultural y en miles de millones de narrativas igualmente míticas en lo personal, y nuestras mentes están aún varadas en este mismo desierto de división y alienación colectivas.
Un solo sistema mental le otorga a cada organismo humano una identidad particular y un falso sentido de existencia propia derivado de la identificación con un conjunto específico de individuos, de propiedades materiales, y de imágenes e ideas que se modifican y proyectan a sí mismas en el tiempo. Los apegos, creencias y conocimientos que determinan, en cada caso, quiénes nos creemos ser hoy y en quienes se supone que deberíamos convertirnos mañana, no sobrevivirían una confrontación directa con lo absurdo y peligroso de la alienación colectiva que sustentan. Y si la especie entera sigue atrapada en el atolladero mental y social que todos hemos convenido en normalizar, es por el terror que le tenemos a la verdad de lo falso que es nuestro aislamiento existencial y lo malsano que son el pensamiento y la conducta que este aislamiento produce.
Preferimos que todo siga igual a tener que enfrentarnos a un cambio fundamental sin saber a ciencia cierta que seria de nosotros si este malsano estado mental fuese a desaparecer. Sin embargo, hay quienes encuentran razonable presentir que si un número crítico de seres humanos llegasen de alguna manera a librarse del conocimiento y las proyecciones que mantienen la falsa presunción de una existencia propia, la humanidad en su conjunto comenzaría a ejercer una inteligencia solidaria y creativa conducente a la armonía, la justicia y la paz que tanto falta nos han hecho siempre.
Uno se puede preguntar, ¿cómo es posible que sigamos ignorando la urgente necesidad de un cambio radical en la conciencia humana, cambio que se ha entrevisto y anunciado tantas veces en el pasado, pero que nunca se ha hecho mayoritariamente evidente y, mucho menos, realidad? Como ya se ha sugerido arriba, aunque de forma diferente todos estamos condicionados a no prestarle atención directa (atención sin mediación alguna) al sufrimiento constante de la especie y a su fuente en el carácter desordenado y divisorio del pensamiento tribal y egocéntrico que sostienen nuestro sentido de identidad y ser propio. No cabe ninguna duda de que el conflicto, el miedo, y el dolor seguirán siendo nuestro pan de cada día a no ser que de alguna forma logremos despertar a la nefasta influencia que tiene nuestra falsa separación existencial en nuestra salud mental y nuestra relación con otros y la vida en general.
La mente de cada nueva generación es tempranamente encapsulada y programada por el registro biográfico y las creencias particulares de las personas y grupos que se encargan de la socialización de cada niño. La falta de sensibilidad intrínseca a la separación existencial que asumimos desde niños sin saber lo que supone, imposibilita el despertar a nuestra profunda afinidad con todos y, por lo tanto, nos hace incapaces de ver y responder adecuadamente al estado general de división, injusticia y violencia que nos aflige a todos, personal y colectivamente. ("No hay nada que pueda hacer respecto a los problemas y las penas de los demás! Tengo más que suficiente con lo mío", es un sentimiento común.) En nuestra incapacidad o pereza por ver como nuestra propia constitución cultural y psicológica contribuye directamente al tormento de la humanidad, simplemente seguimos confiando. Confiamos en la suficiencia de pequeños desarrollos y modificaciones en nosotros mismos, confiamos en nuestra absurda pero estridente demanda de que otros lleven a cabo cambios, muchos mayores y más estrictos que los nuestros, y especialmente confiamos en la bondad de alteraciones graduales y parciales en las estructuras sociales, ideológicas y metodológicas a las que nos suscribimos.
Ciertamente hay casos en los que la participación activa de uno en modificaciones incrementales y sectoriales de una sociedad en particular puede ser adecuada y necesaria. Sin embargo, la inversión de demasiada energía y tiempo en acciones insuficientes es uno de los múltiples factores que impiden una visión clara y completa de la fuente, el carácter y la escala de la tragedia humana, haciendo así imposible la transformación radical de la conciencia que esta interminable tragedia reclama. No solo no abordamos el problema fundamental—nuestro persistentemente insensitivo y divisivo “yo”—sino que constantemente le brindamos energía y continuidad a través de nuestra dedicación a ideologías particulares y las soluciones (tanto seculares como religiosas) que estas prescriben como el mejor tratamiento de problemas en lo local, nacional, regional y global. Nuestros esfuerzos tradicionales dedicados a mejorar la sociedad y desarrollarnos a nosotros mismos son, en realidad, la forma en la cual la fragmentación cultural de la especie y la miopía intelectual y afectiva del individuo se sostienen y reinstalan en cada cruenta versión futura de sí mismas.
Pueda que solo un par de ejemplos sean suficientes para ilustrar este punto.
—En vez de tomar plena conciencia de nuestro arraigado espíritu nacionalista y de la indiferencia u hostilidad abierta que este depara hacia otros pueblos y, consecuentemente, abandonarlos instantáneamente, preferimos orar o meditar por la abolición de la guerra o quizás participar en las campañas de políticos que prometen, entre otros sinsentidos, construir una fuerza militar capaz de "mantenga la paz" con gran fervor patriótico y mayor letalidad.
—Al detectar la presencia de gran injusticia de clase y racial, los miembros de una nación que, como todas las demás, se ve a sí misma como excepcional, declaran enfáticamente que se debe hacer todo lo que sea necesario para corregir progresivamente esta desviación del ideal. "Esta realidad no representa quienes somos en realidad, somos mejores que esto", declaman, como si la violencia habitual de la injusticia fuese solo característica de otras naciones brutalmente discriminatorias por naturaleza, no excepcionales y, por lo tanto, merecedoras de ser intervenidas política, económica y militarmente si fuese necesario.
También estamos condicionados a externalizar problemas de carácter psicológico/relacional. Nos referimos a ellos como "mis" problemas y nos proponemos encontrarles una solución en algún momento, como si la entidad sufriente ("yo") estuviese de alguna manera más allá de lo que está sufriendo y, por lo tanto, como si fuese capaz de concebir e implementar gradualmente las soluciones más adecuadas. De esta manera, la persona mentirosa o abusiva que presume estar a cargo de ponerle fin a este mal comportamiento logra, con esa misma intención, el seguir siendo engañoso y violento en el entretiempo.
El punto central en todo esto es que los seres humanos seguimos sin querer vernos a nosotros mismos por lo que somos: manifestaciones particulares del trastorno mental, la segmentación cultural, el conflicto y el sufrimiento que ha afligido a la humanidad durante milenios y que seguimos insistiendo en proyectar al futuro con cada pensamiento y acción que nuestra memoria pueda y quiera determinar. Todo cambio futuro concebible en entes psicológicos separados entre sí, así como en los grupos, instituciones e ideologías en los que estos entes apoyan sus identidades, sólo pueden conducir a ligeras modificaciones de la misma sinrazón ególatra y provinciana que nunca hemos dejado de personificar. Esto significa que jamás habrá ningún cambio fundamental a no ser que se haga evidente que la única solución posible a la disfunción permanente del ser basado en el registro mental de la experiencia es su desaparición.
La necesidad de una visión atemporal (es decir, sin precedente ni proyección futura) del estado mental y social de la especie se establece, no como una posición teórica que como todas las otras solo busca ganar adeptos entre aquellos dispuestos a identificarse con los principios y los métodos que propone. Porque una percepción directa, independiente, holística e inmediata de cómo uno está pensando y actuando en cada momento como resultado del condicionamiento cultural y psicológico es, en sí misma, la evacuación o disolución de este condicionamiento. No hay nada de teórico o gradual en esta percepción, no está sujeta al pensamiento. O se da, o no se da.
La entidad que vive en base al conocimiento adquirido a través de la experiencia y el aprendizaje formal puede continuar intentando reformarse a sí misma y a la sociedad en la que vive indefinidamente, o puede sucumbir en la constatación de lo falso y peligroso que es todo este proceso y su propia forma de ser y actuar.
El bienestar y tal vez la misma supervivencia de la humanidad depende estrictamente en la aparición de una mente que, por no ser nada en sí misma, es una con el flujo total de la existencia, actual y potencial. Una mente así no sufre de inseguridad, miedo y odio y, por lo tanto, no necesita protegerse y expandirse a través de la asociación (y disociación) con ciertas personas, grupos, instituciones y sus respectivas ideologías y prácticas. Las modificaciones graduales y parciales del pensamiento y el efecto que estas tienen en el comportamiento colectivo y personal, sólo sirven para darle continuidad al problema general del pensamiento como base del ser. La única solución real a todo lo que nos aqueja radica en la terminación del falso aislamiento existencial al que nos aferramos de pura costumbre.
2
La dedicación permanente al logro de mejores versiones del ser humano condicionado por la experiencia y la ambición es el problema fundamental de la humanidad, no su eventual solución.
La palabra libertad se utiliza comúnmente cuando los términos licencia o libertinaje representan mucho más precisamente el derecho que reclama una persona o un grupo entero de realizar sus objetivos privados sin tomar necesariamente en consideración el impacto negativo que pueda tener este logro en otras personas y el medioambiente natural. Diferentes personas y grupos se identifican con diferentes sueños y esperanzas y suelen tener también medios y recursos diferentes con los cuales realizar sus aspiraciones. De hecho, gran parte de la exagerada distinción que cada grupo y cada individuo reclaman para sí, proviene de lo que han aprendido a codiciar y a hacer para satisfacer su codicia. Esta amalgama hiperactiva de la identidad y el deseo tan prevalente en la mente humana es, a nivel global, la cuña y el martillo que astillan a la humanidad y el virus que enferma la relación con competencia malsana y, frecuentemente, con abierta hostilidad entre los grupos e individuos que la integran a pesar de su unánime convicción de ser esencialmente diferentes.
Cualquier progreso que podamos haber hecho a lo largo de los siglos en diferentes áreas de la vida, no ha alterado en mucho la división y la animosidad en las que vivimos en prácticamente todos los sectores y niveles de la sociedad. El progreso tampoco ha cambiado el hecho que todos los seres humanos sufrimos de formas ligeramente diferentes de básicamente la misma soledad, frustración, miedo, odio y violencia. Peor aún es que los bienes materiales, psicológicos, sociales o "espirituales" en los que confiamos la disminución de al menos parte del dolor y la incomodidad que experimentamos, se convierten en una parte tan integral de nuestra identidad, que cualquier obstáculo que bloquee nuestro esfuerzo por adquirirlos, mantenerlos y aumentarlos se siente como una afrenta o lesión al sagrado “yo”, de esta forma, generando nuevo conflicto, violencia y pena.
A pesar de todo lo que hacemos para seguir siendo quien nos creemos ser y para poder lograr lo que podamos desear, ni siquiera en las mejores circunstancias dejamos de sentirnos de alguna forma aislados, pobres, e insuficientes. De esta inseguridad e inestabilidad base surgen constantemente representaciones mentales de un estado de ser futuro más placentero y junto con el fuerte deseo de realizar esta idealización, no importa cuán poco tenga que ver con lo que somos en la realidad de cada día. El esfuerzo constante dedicado a alcanzar el éxito y evitar el fracaso es el núcleo del yo visto como la proyección de una memoria particular profundamente identificada, como todas las demás, con un conjunto específico de grupos culturales igualmente hambrientos por mayor seguridad y poder en el futuro. Lógicamente, la búsqueda combativa de objetivos contradictorios con la que se identifican innumerables entidades sociales y personales diferentes, hace imposible el estado personal y global de ecuanimidad, paz, justicia y libertad que sería posible si no fuéramos tan soberbios, egoístas y codiciosos.
Una mente es verdaderamente libre solo cuando no está limitada y guiada por el registro mental de la experiencia pasada o futura. Y esta liberación solo puede provenir de una percepción independiente y completa del desorden y el sufrimiento creados y mantenidos por la fragmentación cultural y la permisividad egocéntrica de cada uno. La mente que no se identifica con ninguna cultura o grupo en particular con el fin de agrandarse a sí misma, tampoco desperdicia energía o tiempo alguno luchando por obtener los indicadores de una quimérica distinción personal. Una vez que el pensamiento no está más al servicio de los voraces requisitos y apetitos del yo, su función se limita a mantener el bienestar general del organismo y el de la familia, el grupo, la sociedad y el entorno global, humano y natural en el que el organismo reside.
Lo único que lleva a la libertad (aunque ciertamente no el tipo de libertad que alguno disfrutaría y ejercitaría en exclusividad y en desmedro de las necesidades básicas de otros), es el colapso definitivo de los componentes del registro mental que reúne y proyecta la experiencia del ser aislado y ensimismado. Este irreversible final del pensamiento centrado en el yo no es más que la irrupción en la mente de una visión completa y, por ello, inédita de lo absurdo y peligroso que es su sumisión al pasado y los deseos y destinos predeterminados y contradictorios que caracterizan a cualquier identidad tribal y personal. La liberación de las limitaciones del pensamiento egocéntrico se manifiesta como una afiladísima atención libre de fronteras y propósitos y las imágenes e ideas en los que se basan. El yo que se esfuerza por desarrollarse a sí mismo guiado por la ideología más correcta y el procedimiento más eficaz, continua viviendo en aislamiento y esclavizado por el deseo y el miedo a la frustración y a la muerte, la máxima frustración. La comprensión cabal de que cualquier proyección de un ser mejor es solo una extensión de la misma disfunción mental que es responsable por la atomización de la humanidad y su permanente desorden, aniquila la ilusión de una existencia separada y en constante tránsito evolutivo.
3
¿Por qué seguir creyendo que la irracionalidad y el sufrimiento tan persistente en los que vivimos constituyen la única forma de ser de la que es capaz la humanidad?
La operación reiterativa y disfuncional del pensamiento (que se da en cada cerebro-mente preprogramado y aislado) tiene, en su base más oculta, toda la experiencia evolutiva de la especie. y en sus niveles superiores, la profunda huella que deja la experiencia histórica de entes culturales específicos (la tradición) y los recuerdos grabados durante el ciclo biológico de cada organismo humano en particular. No hay excepciones o alternativas a esta configuración mental. El sedimento de la experiencia prehistórica, cultural y personal determina la estructura, el contenido y el funcionamiento de cada psique.
Sin embargo, a pesar de lo inmenso que es lo que tenemos en común, en el centro de la conciencia humana permanece un prepotente sentido de individualidad considerada como propia y única. El que nos mantengamos divididos colectivamente por la falsa creencia de que yo existo aparte de "ti", de todos los demás y de la vida misma, es ciertamente una gran paradoja. El registro mental de la experiencia colectiva determina el contenido general y la operación del cerebro humano, pero este hecho fundamental es negado permanentemente por la importancia que se le otorga a las mínimas diferencias que existen entre innumerables configuraciones psicológicas y culturales y su antagónica progresión en el tiempo. La percepción, el pensamiento, el sentimiento y la acción de todos los seres humanos son predeterminados por la memoria y su mecánica extrapolación al futuro. Y es este trágico condicionamiento mental y la consecuente fragmentación cultural y psicológica de la especie lo que nos hace a todos iguales. De la misma forma en que una nube puede tapar la luz del sol, la fantasía de la existencia personal propia es capaz de borrar de la vista la homogeneidad y lo nefasto de la determinación mental y conductual por la experiencia.
Como ya ha sido sugerido más arriba, es posible detectar en uno mismo (y, por ende, en todos los demás) la presencia del comportamiento instintivo de los prehomínidos escondido (hasta cierto punto) detrás de diferentes estratos de contenido cultural. La huella mental dejada por las tradiciones e ideologías particulares (tanto seculares como religiosas) con las que nos identificamos es mucho más evidente que la presencia del animal en nosotros pero es, a su vez, disminuida por la presencia más consciente y activa del rastro representativo dejado en la memoria por la experiencia biográfica. La misma acumulación inconsciente, semi consciente y autoconsciente de la huella dejada por la experiencia del miedo, el dolor y el placer en la memoria, limita la percepción y prescribe la personalidad, el pensamiento, el sentimiento y el comportamiento de cada individuo. De este mismo depósito mental de nuestro pasado milenario y más reciente surge también la concepción, proyección y laboriosa persecución de una mejor experiencia futura. Y esta es la razón por la cual la conciencia humana permanece esencialmente inalterada a través de los siglos y cada mañana resulta ser solo una versión modificada del ayer.
La presencia dictatorial de la memoria en la mente y su robótica autoproyección hace que el pensamiento y la conducta humana sean mucho más homogéneos de lo que nos atrevemos a admitir y, por cierto pagamos un alto precio, personal y colectivamente, por nuestra obstinada renuencia a ver lo absurdo de nuestra común afirmación de una existencia personal propia y original. Del sentido de distinción, pasado, presente y futuro, que todos asumimos es prueba suficiente de nuestra separación existencial surge un torrente sin fondo ni orilla de antipatía, disensión, violencia y placer/dolor por la cual nadie quiere asumir responsabilidad, a pesar de que todos somos arrastrados y, de una forma u otra, brutalizados en ella.
La presunción común y perdurable de “tener” una vida separada y única genera invariablemente, aparte de muchos placeres (por lo general efímeros o reiterativos), una sensación generalizada de inseguridad que el yo trata de calmar o disminuir sometiéndose a sí mismo (y a otros) a demandas neuróticas que le brindaran en el futuro, espera, una forma mucho más estable y placentera de ser. Lógicamente, encarnaciones "mejoradas" del mismo tribalismo y egoísmo que tan desastrosamente han gobernado los asuntos de la humanidad desde sus inicios, jamás serán capaces de producir la justicia, la paz y el bienestar que sería posible si tan solo dejáramos de querer estos beneficios en exclusividad para nosotros mismos y aquellos con quienes estamos más identificados.
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Esta representación de la forma en que hemos reducido nuestra misteriosa presencia en la vida a pequeñas narrativas culturales y personales eternamente en desacuerdo entre sí es, sin duda, demasiado breve y rudimentaria. Sin embargo, en su beneficio se puede nombrar el hecho de que se presta expresa y libremente a ser verificada por cualquier persona que se interese en mirar más allá de lo que permiten las barreras impuestas por la tradición y la autoridad de sus propios hábitos, vanidades, ambiciones y temores. De una exploración independiente y, por lo tanto, no restringida de la división y el desorden crónicos de la humanidad surge inevitablemente una pregunta crucial. ¿Es la realidad mental, social y ecológica creada por nuestra permanente y conflictiva división lo único que cabe esperar de nuestra misteriosa presencia en el cosmos?
Si la "naturaleza humana" no es más que la división e irracionalidad exhibida en el pasado y su impertérrita proyección futura, no nos queda más por decir y el descontento al que le hemos estado dando voz en estas líneas es solo parte de la misma perdurable estupidez mezclada con idealismo que es lo único de lo que soy capaz, y punto. Si es así, no nos queda más que seguir poniendo cualquiera que sea el grado de inteligencia y afecto con el que podamos contar al servicio de objetivos egocéntricos y tribales. Y esto, aun si lo hacemos a sabiendas de que esta es precisamente la acción a través de la cual la enajenación colectiva y el egoísmo personal se extienden del pasado al futuro que les pueda ser mejor conocido. Es decir, no nos queda otra que seguir dándole luz verde a la continuidad sin trabas a todo lo que hemos sufrido en el pasado: el viejo nacionalismo patriotero, el mismo clasismo injusto, el mismo racismo odioso, la misma violencia, y a la raíz de toda esta escoria tan familiar, al mismo proceso mental al cual estamos tan apegados que responde a todos por el mismo nombre: yo.
¿Pero cómo puede una mente siquiera relativamente sana y alerta no cuestionar vehementemente la convicción general de que la naturaleza humana se limita a la insana división y habitual conflicto evidente en el pasado de la humanidad? ¿Cómo seguir viviendo a sabiendas de que el pasado corrupto, alienado y alienante de la especie se recrea a cada momento en que cada uno de nosotros opta por seguir reduciendo su milagrosa participación en la vida al logro de la seguridad, respetabilidad y placer de su propia trayectoria?
¿Es la vida la que determina que nuestra especie deba seguir existiendo en una alienación cada vez mayor de sí misma (la vida)? ¿No es evidente que el permanecer deliberadamente aislados dentro de los límites culturales y psicológicos que hemos creado para distinguirnos el uno de los otros y para realizar hasta nuestros más descabellados ambiciones, un rechazo absurdo del orden y la inteligencia evidente en todos los aspectos y dimensiones de una realidad vital que fluye más allá del alcance del conocimiento humano?
Es más que lícito preguntarse si un cambio fundamental en la conciencia ocurre cuando de alguna manera se percibe lo antinatural e insano que es continuar a la deriva a lo largo de las sendas determinadas por la memoria privada y sus querencias futuras. Sí, es posible ver más allá de las evidentes limitaciones y aberraciones del pensamiento condicionado y propulsado por la experiencia tribal y egocéntrica. Sin embargo, sería incorrecto y peligroso el tomar este texto (o cualquier otro parecido) como uno más de los muchos planes ya en existencia que le prometen a uno una transición gradual hacia mejores circunstancias mentales y sociales guiado por la experiencia de su creador y alimentado por el deseo de devenir en alguien mejor en esta vida u otra. Lo que nos es urgentemente necesario no es más promesas teóricas, sino más bien una revelación repentina y sin mediación alguna de la limitación intolerable que imponen todas las ideologías y métodos de progreso personal y cultural ya existentes o aún por establecer. Lo falso solo llega a su fin cuando es visto como tal, y es solo en este fin que la verdad que yace más allá del pensamiento puede manifestarse.
Es ciertamente posible que aun después de toda esta argumentación le siga pareciendo al buen lector que la cancelación del yo y sus ilimitados apetitos es una propuesta absurda, así que le vamos a dar una última mirada al asunto.
4
¿Quién, demonios, se cree uno ser?
Nos pensamos tan diferentes el uno del otro, sin embargo tú y yo somos mucho más iguales que distintos. No hay ángeles, demonios o extraterrestres deambulando entre nosotros. Todos salimos del óvulo de una mujer fertilizado por la esperma que emite un hombre en algún lugar de este pequeño orbe que es inseparable de la insondable corriente subatómica/intergaláctica de la existencia actual y potencial. Ya hemos establecido que la larga evolución prehistórica y prepersonal de la vida en la Tierra ha dejado el mismo rastro mental en todos los organismos humanos y que los diversos grupos y circunstancias sociales que asisten al nacimiento y socialización de todos también han dejado una profunda marca en el cerebro/mente de la especie. Es bastante claro también que las experiencias registradas más temprano en el ciclo vital del organismo determinan, en gran medida, patrones cognitivos y conductuales de por vida, y que las consecuencias de esta encapsulación y programación mental del individuo afectan a la especie en su totalidad. Cada persona es una combinación idiosincrásica de un conjunto de memorias y rasgos psicológicos y sociales que se da en todos los demás seres humanos, aunque en formas diferentes.
Obviamente, el efecto que tiene el registro mental de la experiencia en la capacidad de percibir, pensar y actuar de todos los seres humanos no es solo negativo. Nuestra existencia sería prácticamente imposible, si no fuese por la acumulación, crecimiento y corrección constante de las formas especializadas de conocimiento que utilizamos para resolver problemas prácticos y superar situaciones peligrosas. Sin embargo, muy temprano en el desarrollo de la humanidad se comenzó a atribuir existencia particular al conocimiento (el registro mental de esencialmente la misma experiencia de vida) ostentado por diferentes grupos e individuos, y esta falsa atribución ha sido desde ese entonces fuente inacabable de la división, la agresividad y el sufrimiento de la especie. Gradualmente, dejamos de ser vástagos comunes de la vida y nos convertimos en almacenes privados de conocimiento con nombre propio y la falsa pretensión de una existencia propia: “mi” vida y “tu” vida.
Lo irracional y cruel de la separación mental de la humanidad de su origen y sustento en la vida nos serían evidentes si no estuviéramos tan aislados, insensibilizados e idiotizados por nuestra identificación existencial con narrativas culturales y personales basadas en experiencias particulares y proyecciones futuras extravagantes y contradictorias. Dicho de otra forma, el contenido específico de la conciencia a la cual tu y yo tan fácilmente atribuimos nuestra identidad y existencia personal es, a la vez, causa y efecto de la fragmentación y el sufrimiento crónico de la especie.
Si seguimos siendo quienes nos creemos ser basados en nuestro conocimiento más subjetivo y particular y guiados ciegamente por intereses privados, nuestra ignorancia de esta terrible situación global continuará haciendo de nosotros sus fieles contribuyentes, siempre desconfiados, frustrados, temerosos y adoloridos. Por la misma razón, un contacto directo con los hechos y consecuencias de nuestro atávico tribalismo y personalismo acaba con ellos sin que quede quien pueda y quiera llorar su ausencia. Es solo en la disolución de la programación mental y conductual centrada en el yo que pueden nacer la inteligencia y el amor.
La posibilidad de un estado global de unidad colaborativa y solidaria depende de la aparición de una mente que es altamente sensible precisamente porque de alguna manera se ha liberado de la quimera de una existencia evolutiva propia basada en la memoria y el impulso reflejo con el que esta misma memoria concibe los objetivos de su autorrealización y lucha incansablemente por alcanzarlos.
Cuando el pensamiento egoísta auspiciado y protegido por un conjunto dado de fuerzas culturales se topa con la necesidad absoluta de su desaparición, intenta desesperadamente traducir el reto, y sobretodo su posible resultado, al lenguaje reduccionista, deductivo y comparativo con el que siempre ha compuesto y entendido la esfera de lo conocido. El ente pensante quizás se animaría a encarar la necesidad de su terminación si pudiese atribuirle algún significado redentor o salvífico. Pero esto no le es posible, porque lo que la evidencia demanda no es un nuevo escape, sino la terminación definitiva del proceso del pensamiento centrado en el yo y su reiterativo devenir.
La atomización de la existencia y, sobre todo, la noción de una existencia personal separada y continua están profundamente codificadas en el lenguaje que articula la memoria y propulsa el pensamiento ensimismado. La mente humana ha identificado cada una de las innumerables categorías e interacciones del ser que puede percibir empírica y teóricamente, y utiliza estas representaciones para reconocer, evaluar y manipular todo lo que puede en su particular experiencia de la vida. Esta experiencia registrada y proyectada mentalmente tiene poco que ver con lo que la vida es en su actualidad y totalidad. El mapa nunca es el territorio.
La vida, por su propia escala, complejidad y dinamismo nunca deja de ser, no solamente lo por conocer, si no lo incognoscible. El proceso de pensamiento egocéntrico está definido y limitado por la generalidad abstracta de los sustantivos y, más críticamente, por su esclavitud a la autocracia de los pronombres que establecen y mantienen la separación existencial entre los individuos en singular y en plural: Tú y yo; él y ella; ellos y nosotros.
Lo que soy es, en gran medida, definido por lo que (creo) "tú" y "ellos" son y no son. También puedo determinar quién soy haciendo referencia a mi asociación con otras personas reunidas en grupos que llamamos "nosotros" en oposición comparativa a grupos que reúnen a individuos que se identifican con rasgos y atributos físicos, psicológicos y culturales distintos a los que "nosotros" utilizamos con el mismo fin.
Cualquiera que sea la representación de la existencia que podamos haber interiorizado cuando jóvenes, es también externalizada como algo distinto del yo y el nosotros. Y es de esta manera, que reducimos el misterio de la vida al escenario relativamente inerte en el que se presenta y desarrolla lo que nos es infinitamente más importante, la tragicomedia de entes psicosomáticos presuntamente geniales en complicadas relaciones con otros.
La identidad y el sentido de una existencia propia se obtienen y se mantienen a través de un proceso predeterminado de asociación con personas, cosas y eventos particulares. El mismo propósito de elevar y ensalzar al yo es servido por un proceso paralelo de disociación con aquellos que se valen de diferentes apegos positivos y negativos para reclamar su propio valor y existencia. Vale reiterar que, por su propia naturaleza, la identidad tribal/personal y su proyección (por la mayor parte exclusiva) del pasado al futuro ignoran que la esencia del ser no es simbólica, representativa, sino más bien actual y todo-comprehensiva, por lo cual queda fuera de la limitada esfera témpora-espacial del pensamiento, especialmente en su modalidad tribal y egocéntrica.
La entidad pensante que vive por la mayor parte aislada y sumida en las obligaciones que impone un falso devenir, se fuerza también a ignorar el que los cuerpos, las mentes y los ciclos de vida de todas las demás personas son fundamentalmente iguales, y que el placer y el dolor, la felicidad y la desesperanza, se generan mutuamente y son comunes a toda la humanidad. Todos buscamos los mismos placeres y alegrías y sufrimos los mismos miedos e inseguridades; la misma frustraciones, celos y envidias; las mismas rabias y violencias; las mismas soledades, depresiones, pérdidas y agonías. Atrapados en nuestras respectivas fantasías de separación existencial, optamos a cada momento por ignorar también que el alcance intolerablemente democrático de la muerte acabará tarde o temprano con la insistencia con la que lo que fue el yo ayer instrumentaliza el presente vital para poder llegar a ser en el futuro la mejor versión de sí mismo que su ambición imagina.
Junto con muchas cosas necesarias y simplemente buenas, el pensamiento ha creado todas las barreras y todos los feroces apetitos que nos separan y antagonizan: un número cada vez mayor de naciones, grupos e instituciones; todo tipo de ideologías, tanto seculares como religiosas, rígidas y opuestas entre sí; diferentes estratos sociales y económicos; y guetos mentales edificados en función del género sexual, la raza, la etnia, el nivel educacional y la edad, cada uno cargado con su propio prejuicio y desdén por aquellos que viven en otros guetos semejantes. Para obtener cierto grado de seguridad y placer nos reunimos con ciertos otros, pero solo en grupos separados que son, por lo general, indiferentes y muy a menudo injustos y violentos entre sí. A todos nos gusta pensar que somos únicos, creativos y valiosos, y sin embargo, la mayor parte de lo que percibimos, pensamos, y hacemos o dejamos sin hacer en el ámbito personal está determinado por nuestra identificación con estructuras sociales particulares y las ideologías y métodos que patrocinan. La evidencia que necesitamos de su presencia activa y perdurable está en nuestra tenaz búsqueda de versiones más perfectas de lo que nos complació en el pasado y nuestra cuidadosa evitación de cuotas mayores de lo que nos causó dolor o frustración. Somos generalmente seres dependientes y de segunda mano, incapaces de percibir, pensar y actuar independientemente, con originalidad y, por lo tanto, más allá de intereses mezquinos por ser propios. El reto está en ver lo que está realmente sucediendo en nosotros mismos, en la sociedad y en el mundo entero por la simple razón de que no hay otra manera de actuar con verdadero afecto e inteligencia.
Si no estamos conscientes de todo esto cómo podemos estar conscientes de la presencia constante de un árbol o el fugaz tránsito de un pájaro al vuelo, es porque todavía estamos mirando al mundo y a nosotros mismos con la óptica limitada o francamente aberrante del pensamiento egocéntrico. El registro simbólico de la experiencia personal y su voluntariosa extensión a través del miedo y el deseoᅳes decir, el yoᅳse siente mortalmente amenazado por la mera posibilidad de entrar en contacto directo con la falsedad de su pretensión existencial y sus dañinas consecuencias. Y es por esto por lo que a cada momento renovamos nuestra trágica dedicación a la fantasía de lo que nos creemos ser y a la infructuosa lucha por lograr ser mejores en abierta oposición con lo que realmente somos ahora mismo y en absurda, y frecuentemente hostil comparación con otros.
La atomizada realidad creada por la representación mental oscurece la verdad que por ser real, indivisible y viviente está fuera del alcance del pensamiento. A muchos les gusta concebir la verdad como un logro personal que, como todos los demás marcadores de distinción personal, no se puede lograr sin invertir en ello considerable tiempo y esfuerzo. Sin embargo, al perseguir la idea de un yo futuro más veraz o más sabio, uno sigue evitando encarar directamente lo que está actualmente sucediendo de día en día y, simultáneamente, añadiendo volumen y opacidad al refrito de memoria que está al centro de la narrativa personal. El ego que en su inherente miopía utiliza el presente viviente para transitar laboriosamente del pasado que conoce al futuro que desea (porque ya de alguna forma lo conoce), no puede sobrevivir el ver lo cruel y peligroso que es este falso ser y devenir.
5
¿Tiene la autoridad una función que desempeñar en un diálogo amistoso sobre estos asuntos vitales?
No importa en lo absoluto quién pueda ser el autor de este texto. Ciertamente no, si la lectora ya es plenamente consciente del estado lamentable del mundo y de la mente enferma que es responsable por mantenerlo así, o si su lectura de alguna manera viene catalizando en ella una percepción directa de la realidad mental y social a la que solamente apunta. Sin embargo, si aún estamos meramente dando vueltas por el árido terreno de la representación simbólica, la cuestión de quién tiene la autoridad necesaria para hablar de estas cosas surgirá sin remedio. Bien puede valer la pena entonces el cerrar este ensayo preguntando si la experiencia y el conocimiento previos importan cuando se trata de examinar críticamente el valor de buena parte de la cultura humana y el egocéntrico proceso mental donde diferentes manifestaciones de este viejo consenso viven, ejercen su influencia y se extrapolan al futuro.
Ya que fueron autoridades incuestionables las que le dieron forma a la mente joven y neófita, tendemos automáticamente a demandar prueba de cualificación de quien nos presenta una visión o un desafío que, por no sernos familiares, podemos fácilmente interpretar como una amenaza a nuestro bienestar mental o nuestra posición social. Este misero texto puede indudablemente suscitar una reacción así, especialmente tomando en consideración que quien lo escribe no tiene ningún problema en presentarse, justo aquí y ahora, como una persona común y corriente, no un ignorante total, por cierto, pero tampoco una autoridad en nada, y mucho menos un espíritu desencarnado, santificado y reconfortante.
Los seres humanos siempre nos hemos visto obligados a confiar en la "verdad" establecida por las ideologías seculares y religiosas de larga data (y endosadas por la autoridad de sus representantes vivos o muertos) para conocernos a nosotros mismos y para navegar los torrentes más raudos y peligrosos de la vida. Nuestra interiorización de esta autoridad y el significado y distinción personal que otorgan es tan íntima y profunda que generalmente bloquea cualquier desafío a su importancia a favor de una visión independiente, inédita y, por lo tanto, impersonal de la psique y del mundo. La dependencia constitucional del yo de fuentes particulares de autoridad externa ha durado milenios, y esto a pesar de que gran parte del sufrimiento de la humanidad proviene del choque entre innumerables interpretaciones de la realidad todas diferentes y contradictorias que dividen a la humanidad y que echan a perder las relaciones entre individuos, cada uno convencidos de la rectitud de lo que percibe, sabe, cree, desea y hace para obtener lo que quiere.
Por favor, permítanme aquí una breve digresión que pueda aparecerle blasfema a muchos, pero que siento oportuna y necesaria en este contexto de la autoridad y su poder.
Hasta cierto grado, las ciencias naturales son una excepción a la división general de la especie a lo largo de las fronteras mentales impuestas por nuestra temprana y sucesiva identificación personal con formas particulares de programación ideológica y experiencial. Las ciencias básicas se ocupan de fenómenos externos que, por lo general, pueden ser observados y medidos objetivamente utilizando métodos y extrapolando conclusiones cuya fiabilidad y veracidad pueden ser repetidamente comprobadas, en cualquier parte del mundo, por otros que se suscriben al mismo enfoque general y a la misma disciplina. La humanidad ha acumulado y refinado un volumen enorme de conocimientos científicos que ninguna persona medianamente educada y razonable se molestaría en cuestionar, y mucho menos en privarse de los beneficios que brindan sus innumerables aplicaciones.
¿Por qué no confiar entonces en que el poder y la autoridad de la ciencia resolverá, tarde o temprano, los problemas fundamentales de la humanidad? (Las ciencias sociales constituyen una forma particular de conocimiento humano que también merece atención, pero eso tendrá que ser en otro ensayo).
Bueno, para empezar, lo más obvio. Los científicos, individualmente y en grupo, están lejos de ser exentos de los problemas mentales y relacionales que afligen al resto de la humanidad. Por otra parte, las ciencias y sus correspondientes tecnologías no siempre han tenido un impacto benigno en la vida humana y el medioambiente natural, dicho así para ser generoso. Sus errores y omisiones en este sentido no son, evidentemente, particulares a ellas (las ciencias), pues son parte integral de la vieja alienación de la mente humana de su origen y naturaleza más profunda y la consecuente incapacidad de hacer frente eficazmente a las consecuencias de la división y sinrazón impuestas por esta sistemática alienación. Muchos descubrimientos científicos y los avances tecnológicos que resultan de ellos se crean y utilizan con la expresa intención de favorecer los intereses de grupos ideológicos y económicos particulares, ignorando o abiertamente bloqueando los derechos y la satisfacción de las necesidades más básicas de otros grupos y los innumerables individuos que reúnen. Consideremos, por ejemplo, el servicio que la ciencia ha brindando a nuestra perenne proclividad a robarnos, mutilarnos y matarnos los unos a los otros. Vale también destacar como el establecimiento científico pugna en estos días por presentarse como el único agente detector y redentor del enorme daño hecho en los últimos dos siglos al equilibrio ecológico del planeta, mientras que oculta cuidadosamente su considerable participación pasada, presente y proyectada en este criminal proceso de desestabilización de la biosfera en el cual ya estamos sumidos todos los seres humanos de una forma u otra.
En las últimas décadas y en muchas partes del mundo, el fracaso de las ideologías religiosas y políticas dominantes en darle solución a problemas sociales fundamentales y en disminuir el sufrimiento físico y psicológico de miles de millones de personas, ha desplazado la confianza de buena parte de la humanidad hacia las ciencias naturales percibidas cada vez más como la fuerza más potente y confiable de la conciencia humana. El desencanto de millones de personas con las religiones tradicionales es ciertamente razonable y necesario. Sin embargo, la ciencia está lejos de ser exenta de la tendencia de la que adolecen todas las otras ortodoxias, a saber, el ignorar su intrínseco aislamiento y limitación y el ocultar de los que no son sus miembros su significativa contribución a la división general, la injusticia y la violencia que ninguna tradición salvífica institucionalizada jamás ha sido capaz de disminuir significativamente, y mucho menos eliminar.
El componente científico de la mente humana, aunque el mejor ejemplo de su potencial de inteligencia y creatividad, es tan ineficaz como todos los demás en lo que se refiere a la cabal resolución de nuestros problemas fundamentales, que son la división cultural y psicológica y el torrente de injusticia, conflicto, violencia y sufrimiento que fluye sin parar de esta división y que llega a afligir a todos en el espacio y el tiempo.
Aun si la creación y aplicación del método científico fuera totalmente benignas, es altamente improbable que toda la humanidad eventualmente hará de él su modus operandi con el fin de trará la unidad y la paz que le son tan necesarias. Es igualmente improbable que los principios y las prácticas de alguna otra entidad cultural, secular o religiosa ya establecida o aún por establecer, lleguen a desplazar definitivamente a aquellos de todas las demás.
Ninguna forma particular de representación simbólica de la realidad pondrá acabar jamás con la división, el conflicto y el sufrimiento generado por el sistema global de identificación mediante el cual grupos de personas con tipos diferentes y contradictorios de conocimiento intentan ganar predominio sobre los demás de una u otra manera. Algo mucho más profundo es necesario. Lo que precisamos es una visión plena e impersonal de la falsedad y peligro de una existencia aislada y evolutiva basada en la memoria y el pensamiento centrado en el yo y el nosotros.
Una observación exhaustiva, independiente y cuidadosa de la historia y del estado actual de las relaciones humanas, hace evidente el desorden mental y social permanente del cual el ente que observa y piensa es, a la vez, producto y contribuyente. No es solo que estamos enquistados en un círculo vicioso, sino que en nuestras mentes se revuelve el mismo carrusel. El mundo es el desastre que es porque nosotros no dejamos de ser los entes tribales, egocéntricos, insensibles y conflictivos que siempre hemos sido. Y mientras la misma mentalidad restringida y restrictiva siga determinando todas nuestras acciones y relaciones, estas no harán más que extender y fortalecer nuestra falsa separación existencial que es el problema fundamental de la humanidad.
El tomar conciencia plena de estar viviendo atrapados sin escape posible en esta imposible situación implica un descontento cuya propia intensidad elimina la búsqueda de la satisfacción y la realización personal. No quedan más vacas sagradas y la desilusión es benigna precisamente porque es terminal. Ninguna forma preestablecida de autoridad secular y religiosa logra escapar el escrutinio y consecuente rechazo, porque la mente ya no está determinada por un registro de experiencia previa y la proyección del futuro que este mismo conocimiento está destinado a concebir e intentar realizar.
Lo único esencial es poder ver por uno mismo que la humanidad entera sigue sumida en el desorden y sigue siendo incapaz de cambiar fundamentalmente porque la inmensa mayoría de sus miembros siguen ciegamente convencidos de que su presencia es particular y especial y que, por lo tanto, no hay otra alternativa que continuar viendo, pensando y sintiendo la vida de la burda manera en que siempre lo han hecho. Cuando todo esto se hace evidente, también queda claro que, de existir, la solución a la fragmentación, el conflicto y el dolor que afligen a la humanidad, no puede provenir jamás de nuevas modificaciones de la misma forma de ser que generó esta situación en primer lugar. Si el tribalismo y el egoísmo no desaparecen de la mente, cualquier refinamiento futuro en la forma en que practicamos la religión y otras formas culturales como la ciencia, la política, la reforma social, la economía, el arte y el desarrollo personal, solo extenderán y seguramente empeorarán nuestra ya desesperada situación actual.
La verdad de uno mismo—y del yo en general—como una manifestación corriente de la mente humana dividida y predeterminada por el conocimiento más subjetivo, no se puede vislumbrar si la autoridad de índole cultural externa o aquella aún más dictatorial, interna, que emerge de la experiencia propia, siguen ejerciendo su nefasta influencia. Dicho de otro modo, si la autoridad consciente o subconsciente de las representaciones ideológicas de la realidad mental, social y natural a la cual la mente se ha rendido es súbitamente derrocada mediante un contacto directo, independiente y holístico con lo que es real (lo que está sucediendo a cada momento), dejaríamos instantáneamente de ser quienes nos creemos ser y la presencia y acción de lo humano en la vida sería inconcebiblemente diferente.
La percepción de lo falso y nocivo de la intrusión permanente y autoritaria de memorias culturales y personales limitadas y divisivas es, en sí mismo, la eliminación de esta intrusión y su terrible efecto en nuestra salud mental y nuestras relaciones con otros y la vida en general. Cuando esto sucede, lo único que queda es una presencia que es sumamente sensitiva e inteligente precisamente porque no es nada en sí misma. Libre del lastre del pasado, y del ruido del presente laborando en busca de un mejor futuro personal, la mente no tiene otra tarea que no sea la de procurar el sustento y la protección más básicos del organismo y la cordura, que es la fusión de la humanidad en la totalidad de la vida.
No hay autoridad alguna que respalde estas palabras. Quien se moleste en leerlas debe cuestionar su veracidad, pero no intelectualmente, sino mirando a los hechos mentales y sociales a los que meramente se refieren. Solo el contacto directo con la falsedad de la separación existencial puede revelar la verdad y permitir la libertad, la inteligencia, y la bondad que solo pueden venir de su mano.